viernes, 14 de octubre de 2022

La guagüita de Balbín

Pelayo Balbín.  Guagüero de aquellas guagüitas escolares que rodaban por la Pequeña Habana de un Exilio cubano de Miami que a decir verdad, ya no existe.  Balbín al volante de un Ford Econoline del 70 aflojando Salsa desde sus bocinas a todo volumen difundiendo lo que el 8-Track casete tape llevaba dentro.

Dentro de la guagüita de Balbín íbamos estudiantes de primaria y secundaria de primordialmente el colegio católico privado Sts. Peter & Paul y la escuela pública Shenandoah Junior High a la que hasta 1974 fui su alumno.  Sobre esa experiencia, en el Shenandoah, sobre esa es para otro post.  Aquí en lo que me voy a centrar es en un resultado, colateral, inesperado, resultado de ser pasajero de dicha guagüita. 

La guagüita de Balbín como decía, de aquellas que rodaban por las calles de Miami llevando en su abrumadora mayoría a hijos del Exilio cubano, conducidos por también en casi su totalidad cubanos.  Todavía hoy a rato se puede ver alguna sobreviviente en lo mismo pero nada como su omnipresencia en los Setenta. 

Balbín me recogía en la casa de mis padres en la barriada Grosse Pointe temprano en las mañanas y me soltaba en la escuela junto a mis compañeros de clases tarde, nunca a tiempo para el comienzo de ellas.  Cuando le reclamábamos que  íbamos a volver a llegar tarde a clases en lo que se bajaba de su Ford van para dirigirse a alguna ventanita para tomar café, nos respondía:“¡Ténganle más respeto a su guagüero!”  A menudo regresaba a la guagüita con una caja de pastelitos de guayaba, coco y de carne, y con refrescos en latas que nos vendía durante nuestro viaje de ida y vuelta.  Nunca fui su cliente en eso.  Me parecía que nos explotaba con aquel negocio que hacía con sus pasajeros y ya mis padres, como los de mis compañeros de guagüita, bastante que les costaba nuestro transporte escolar.  Me explico, mis padres como la mayoría del exilio entonces, luchando su sustento.  Bastante con llevarnos tarde al colegio y dejarnos tarde a casa después.  

Fue a través de aquellos casetes que Balbín nos ponía donde nació mi amor por la música cubana, el género Salsa, en efecto guaguancó, rumba y todo lo demás de esa talla de la música de la mayor de las Antillas que por entonces bautizaron “Salsa” para lograr el crossover al mercado americano.

Un buen día durante uno de nuestros largos recorridos hacia nuestros colegios fue que Balbín nos invito a ver una película sobre lo que como contaba se estaba fraguando por entonces, un film sobre la Salsa que acababa de salir en los teatros y que estaban pasando en el Tower.  Era una invitación que nos hacía, nos llevaría a verla y nos regresaba a casa pero las entradas iban por nosotros.  Solo unos cuantos nos dimos cita aquella noche de cine con Balbín para ver Nuestra cosa latina, documental sobre las Estrellas de Fania y el nuevo género que con dicho film se daba a conocer fuera de su entorno.  La película marco un antes y después para mí.  En 1971 fue el motor que impulso mis deseos por los bailes cubanos, aquel fenómeno desde donde se cocinaba sin sus protagonistas proponérselo, el Miami Sound.  

Los bailes cubanos eran conciertos de conjuntos y orquestas integrados por músicos exiliados cubanos en pistas de baile que se daban en canchas de básquetbol y jaialai o auditorios municipales y de sindicatos.  Entre una amplia gama, el Conjunto Universal y Los Jóvenes del Hierro los que recababan mayor audiencia.  Esos piquetes también tocaban en los Quinces y en recepciones de bodas.  Fue en tales fiestas y en los bailes cubanos donde se dieron a conocer por primera vez los de Miami Latin Sound precursor del Miami Sound Machine.  

La guagüita de Balbín, lugar y tiempo que han dejado de ser pero dicen que recordar es volver a vivir.  Últimamente voy en la guagüita a menudo.             

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