En nuestro país se oye con más frecuencia la invitación, por parte de ciertos dirigentes políticos, a responder con ideas a las críticas al modelo social que impera entre nosotros, a convencer con argumentos a los que no comprenden el proceso, etc. También proponen esto científicos sociales, periodistas y hasta algunos que envían sus cartas para ser publicadas los viernes en el diario Granma . Es un modo civilizado de actuar, totalmente distinto a la violencia revolucionaria defendida y practicada por otros. La violencia es siempre una expresión primaria, una condición latente y connatural también a nosotros, pero que es preferible y posible dejar de lado. Incluso entre ella y la moderación, somos libres de elegir. Ahora bien, en esta invitación a convencer con argumentos, que es práctica de civismo y de razón, ¿hay una aceptación implícita a la libertad ajena a pensar diferente, y por tanto una aceptación de intereses distintos dentro de una misma sociedad, o es solo la invitación a convencer o disuadir? En otras palabras, ¿es una invitación al diálogo o al monólogo?
Porque si efectivamente se da un gran salto al intentar persuadir a quien piensa diferente, apelando a la razón y no a la fuerza, es inevitable que afloren otras preguntas que también merecen respuestas en el orden práctico: ¿qué pasa si las razones y argumentos no convencen?, ¿qué pasa si el otro me quiere convencer a mí?, ¿voy a convencer convencido de que la verdad la tengo yo, o voy a convencer sabiendo que tal vez pueda modificar ligeramente mi criterio? Plantado en mis propias ideas, ¿espero como soldado en trinchera para lanzar mi contraofensiva, o considero que tanto mi argumento como el ajeno pueden ser inciertos? ¿No es posible la convivencia de las diferencias? Sería terrible asumir tal fatalismo social. Tenemos un desafío en la puesta en claro de las diferencias, sean de tipo económico, ético, filosófico o político. Nuestra riqueza está en la nueva esencia que podamos obtener de esas diferencias compartidas.
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