Los
promotores del 17 D prefieren ignorar todo dato que ponga en duda lo acertado
de la línea trazada. Cualquier asomo de enfoque crítico es ripostado con
pasional vehemencia. Pero algunos hechos son tercos.
Uno
es que el Gobierno cubano, hasta el presente, no ha permitido a los
emprendedores aprovechar la oferta de comercio directo y facilidades de todo
tipo que ahora les ha ofrecido EEUU.
Ese
sector no-estatal no está cubierto por las sanciones del embargo, porque antes
simplemente no existía. Las sanciones están por definición dirigidas
contra la economía estatal cubana, que entonces era casi el 100%. El
presidente Obama hizo uso de esa realidad para tender un puente favorable al
desarrollo del sector no estatal. ¡Muy bien! El problema es que La Habana solo
está interesada en aprovechar el momento psicológico actual para atraer
inversionistas y créditos hacia la economía estatal, en
especial hacia aquel segmento (casi un 70%) controlado directamente por los
militares.
Por su parte, la prensa internacional, por lo general,
prefiere destacar en sus titulares cada delegación de empresarios que viaja a
reunirse con el Gobierno cubano, antes que monitorear si han sido levantadas
las restricciones internas al sector no estatal para que pueda beneficiarse del
17 D.
El otro hecho inconveniente es que desde el 17 D se han
multiplicado las salidas legales e ilegales del país. En una sociedad
"estable", pero sin alternativas de prosperidad, la única que existe
es irse a otra parte. La mayoría de los cubanos apoyan los pasos de Obama, pero
al transcurrir los meses corroboran que los cambios internos positivos que su
nueva política hacia Cuba puede potencialmente facilitar, no se materializan.
Lo impide el bloqueo… del Partido Comunista.
La motivación real detrás del 17D,
ubicada en el marco de la seguridad nacional, pudiera también frustrarse. La
pretendida política de estabilización puede terminar incentivando la
desestabilización. La causa de ese problema radica en su falsa premisa: la raíz
de la inestabilidad interna no es el embargo estadounidense. Lo que hoy
potencia el éxodo interno e internacional y empuja gradualmente a sectores de
la población a involucrarse en actividades delictivas para subsistir es el
bloqueo —férreo y persistente— del Gobierno cubano a las capacidades creativas
de la ciudadanía al coartar sus libertades básicas. Prevenir una crisis
de envergadura en la Isla no se logra consolidando el régimen de gobernabilidad
existente porque es de él que emana el caos.
El primer paso en una dirección más prometedora podría
ser la incorporación de la receta de Raúl Castro al ritmo del deshielo
estadounidense: "Sin pausa, pero sin prisa".
No sería descabellado que los legisladores
estadounidenses acordasen una "pausa" a las concesiones unilaterales
de Washington para dar un margen de tiempo a que sean correspondidas por La
Habana. Es hora de que usen el espacio que el 17 D ha creado para que permitan
al pueblo cubano beneficiarse de él. No se trataría de reclamar concesiones de
Cuba hacia EEUU sino hacia los ciudadanos cubanos y que coinciden con los
Pactos Internacionales de Derechos Humanos que ya ha suscrito ese gobierno.
Antes de dar nuevos pasos por el lado estadounidense, el
Gobierno cubano debería iniciar otros en asuntos tales como permitir, al igual
que a los inversionistas extranjeros, la participación de los cubanos y su
diáspora en todos los sectores de la economía nacional y que el sector no
estatal de la Isla pueda comerciar y sostener transacciones económicas directas
con EEUU, lo cual ya ha sido autorizado por el lado estadounidense. Otras
cuatro demandas no menos importantes serían, autorizar y facilitar el pleno
acceso ciudadano a Internet (indispensable para el desarrollo económico en la
era digital), garantizar la libertad de movimiento nacional e internacional de
todos los cubanos (a cientos de miles se les sigue negando la entrada al país
mientras que a unos dos millones se les restringe a un permiso de visita con
tiempo limitado) y respetar la libertad de creación y expresión. En lógica consecuencia
con ello, debería también poner fin a la violencia política y detenciones
arbitrarias contra disidentes y opositores.
Si el Gobierno cubano insiste en que antes de considerar
siquiera uno de esos pasos se debe levantar el embargo a la economía estatal
puede respondérsele que tiene en sus manos una solución inmediata para
eliminarlo. Toda empresa que fuese traspasada al sector no estatal de la
economía quedaría automáticamente fuera de las sanciones económicas vigentes ya
que ellas fueron desde un inicio dirigidas contra el sector estatal. En otras
palabras: la clave y el ritmo del cese de las sanciones estadounidenses a las
empresas cubanas radicaría en la voluntad reformista real del Gobierno en la
Isla. En esas circunstancias, podría decírsele a aquellos que desean que el
embargo termine que eso ya es técnicamente posible, pero deben dirigir sus
demandas a La Habana, no al Congreso de EEUU. Es allí donde deben ejercer su
presión.
Pero como nadie es tonto, el proceso de privatización
tendría que realizarse en primera instancia a favor de quienes trabajan en esas
instituciones aunque ellos podrían luego vender sus acciones si así lo
desearan. Esa política haría difícil encubrir una arbitraria "piñata"
cubana en favor de los militares y miembros de la elite de poder que un decreto
de simple privatización facilitaría. El tema de las indemnizaciones a
propiedades estadounidenses confiscadas sin compensación podría dársele
solución con fondos especiales creados a ese fin y/o haciéndolos accionistas
principales de sus antiguas empresas si aun existieran y eventualmente tuvieran
todavía interés en ellas.
Lo que hoy está en juego es el destino de la sociedad
cubana en la era digital y la economía de conocimiento en un mundo globalizado.
No solo está en juego el destino de las generaciones presentes, sino la pobreza
o prosperidad de las futuras.
Ese es un tema demasiado sensible para ser delegado a
actores extranjeros que —con entera justicia— lo han de enfocar desde su propia
óptica e intereses nacionales. Algunas de sus decisiones pueden contribuir a
estabilizar y consolidar un proceso de transformaciones hacia un régimen de
Capitalismo Militar de Estado. El pueblo cubano no ha sido ni va ser
consultado acerca de si esa opción, ultimada entre actores foráneos y la elite
de poder cubana, es la que realmente anhela. Pero el enfoque elitista, opaco y
no democrático, del proceso de decisiones sobre el porvenir nacional ha sido
una constante compartida en este proceso de negociaciones por los dirigentes
cubanos y sus interlocutores.
El Gobierno cubano lleva más de medio siglo conversando y
negociando asuntos que afectan a ese país exclusivamente con interlocutores
extranjeros. El verdadero debate sobre el futuro de Cuba debe trasladarse de
Washington y Bruselas a la Isla. Los interlocutores deben ser todos cubanos. Ya
es hora. Lo que esa nación merece y requiere es poder sostener su propio debate
nacional —incluyente, libre y pluralista— para decidir sus opciones y labrarse
por sí misma el porvenir.
El papel más prometedor que pudieran asumir hoy los
gobiernos extranjeros y el propio Papa Francisco es contribuir de manera
creativa a que los cubanos —sin mordazas y en igualdad de condiciones— puedan
finalmente dar inicio a ese diálogo nacional. El lugar para hacer esa
contribución es La Habana. Allí están los principales actores de este conflicto
endógeno del que la URSS, EEUU y Venezuela han sido las principales expresiones
externas de su internacionalización.
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