La Habana me parió (de ese vientre estoy seguro), me lanzó a un mundo turbulento y dulce. En el 2003 regresé a la ciudad después de 22 años en el exilio; durante mi visita descubrí dos cosas: La Habana es la única ciudad del mundo que ha envejecido conmigo, todas las demás ciudades mitológicas han crecido nuevos órganos, barrios, se han renovado, sufrido cirugía plástica. Recorriendo el Vedado, el barrio de mi infancia y juventud, descubrí arrugas en los edificios, grietas del tiempo, pérdida de balaustradas, de cabello, paredes desconchadas, columnas truncadas, ventanas destartaladas, cuerpos ruinosos. No me entristeció, me sentí acompañado. Hay un cierto placer en las ruinas. Recorrí las calles buscando los patios que había envidiado, las casas donde había vivido y amado, garabateado mis libros, y asomado al balcón. Inclusive busqué el colegio de curas, la capilla que cada mañana, después de un largo viaje en tranvía, veía en lo anto de la loma, con tres palabras cinceladas en el friso: Dios, Patria y Hogar, capilla que la revolución había convertido en almacén o en teatro. Tres palabras claves que hoy serían para mí: Literatura, Patria y Mujer. ¿Desvarío? Un poco.
La segunda cosa que me abrazó desde el aterrizaje fue la lengua española. Ese cuerpo de rumores, caricias y blasfemias no había envejecido: todavía tenía los senos erguidos, desafiando la fuerza de la gravedad, las nalgas paradas, las puertas siempre abiertas y en la boca una lengua azucarada y venenosa. Nací en La Habana y crecí en español.
Edmundo Desnoes, Nueva York, 2006. Tomado de: la voz a ti debida: palabras para mono azul editora, introducción del autor de Memorias del subdesarrollo para la primera edición de Mono Azul editora de dicha novela publicada en abril de 2006.
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