Siempre que llega este aniversario del embarque me acuerdo de Enrique Hernández. Hace 22 años conocí a Enrique. Desde entonces hasta la víspera de su muerte, el que en su juventud fuera brigadista, siempre tenía una sonrisa, un chiste, se traía alguna jodedera entre manos. Se la pasaba hablándome de Girón, de Bahía de Cochinos, como más le guste a quien se está molestando en leer esto. También solía contarme anécdotas fantásticas de la caza y la pesca, sus favoritos pasatiempos.
Enrique, “Huesito” como le llamaban sus compañeros de lucha, fue si no mal recuerdo, el más joven de la invasión. Desde el exilio cumplió misiones clandestinas a Cuba desde aquel fracaso. Todavía era menor de edad cuando lo metieron preso en Cielito Lindo por culpa de un chivatazo en una de esas misiones.
Me resultaba difícil pensar que un ser tan buena gente, alguien que se semejaba a un oso de peluche enorme (aunque Enrique no era grueso, pero si alto y corpulento) tuviese el historial que tenia. Siempre que me lo encontraba en el Downtown de Miami, caminando apurado por la calle durante los breaks del trabajo, me decía: “Aquí, mirando la flora y la fauna”.
La última vez que vi a Enrique fue en vísperas de su muerte. Otra víctima del cáncer. Casi no voy a verlo al hospital ese día. Al irme me dijo: “No te preocupes por mí que ya yo estoy al salir de aquí”.
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