9
-Tengo la sensación de que esta noche me enfermo de verdad –fue la primera frase de Orlando después de horas.
Ipatria no quiso reprimir una sonrisita. Estaban en la sala, de cara al televisor encendido con llovizna y scratch. La muchacha tomó a Orlando del brazo y atravesaron de punta a punta la casa, hasta desplomarse en la habitación de él: tendidos sobre la cama destendida desde muchas horas o siglos atrás.
-Definitivamente –ella estremeció los hombros caídos del muchacho: hincaban-: el peor escritor vivo del milenio y el mundo.
Orlando acarició aquella frente delgada y pálida de una Modigliani insomne en la madrugada cubana. Ipatria lo atrajo hacia sí y le dio un pequeño beso en los labios.
Orlando cerró los ojos. La luz fría que colgaba del techo desapareció. También la vaga idea de cómo no escribir una novela a contrarreloj. Y desapareció al alef infotografiable de aquella ciudad que él hubiera querido recortar con tijeras y desarmar un álbum. Y desapareció también su barba crecida. Y sus orejas, como un par de piñazos. Y todo el resto de su argot de combate, agotado sin rollo Kodak ni cámara Canon. Y también, por supuesto, allá lejos y tan cerca, sobre la cuerda floja del horizonte, desaparecía al final la punta podada del monolito de la Plaza de la Revolución, de noche siempre desierta o tal vez desertada hasta por las auras.
Todo desapareció al otro lado de sus párpados cerrados de par en par. Todo, excepto el abrazo gélido de Ipatria, maga de cuya sombra Orlando se durmió o fingió dormirse.
Ipatria no quiso reprimir una sonrisita. Estaban en la sala, de cara al televisor encendido con llovizna y scratch. La muchacha tomó a Orlando del brazo y atravesaron de punta a punta la casa, hasta desplomarse en la habitación de él: tendidos sobre la cama destendida desde muchas horas o siglos atrás.
-Definitivamente –ella estremeció los hombros caídos del muchacho: hincaban-: el peor escritor vivo del milenio y el mundo.
Orlando acarició aquella frente delgada y pálida de una Modigliani insomne en la madrugada cubana. Ipatria lo atrajo hacia sí y le dio un pequeño beso en los labios.
Orlando cerró los ojos. La luz fría que colgaba del techo desapareció. También la vaga idea de cómo no escribir una novela a contrarreloj. Y desapareció al alef infotografiable de aquella ciudad que él hubiera querido recortar con tijeras y desarmar un álbum. Y desapareció también su barba crecida. Y sus orejas, como un par de piñazos. Y todo el resto de su argot de combate, agotado sin rollo Kodak ni cámara Canon. Y también, por supuesto, allá lejos y tan cerca, sobre la cuerda floja del horizonte, desaparecía al final la punta podada del monolito de la Plaza de la Revolución, de noche siempre desierta o tal vez desertada hasta por las auras.
Todo desapareció al otro lado de sus párpados cerrados de par en par. Todo, excepto el abrazo gélido de Ipatria, maga de cuya sombra Orlando se durmió o fingió dormirse.
13
Mas sobre Boring Home y su autor, aquí, aquí y aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario