Ahora mismo en lo que escribo estas líneas, me estoy
fumando uno. No hay vez que me este
fumando un tabaco que no me acuerde del viejo.
Mi padre era de fumarse uno tras otro.
El hábito de fumar tabaco lo empezó de jovencito en Cuba. Ya hombre siempre llevaba un mazo en el carro
con él. Me resultaba insoportable ir con
él en el carro, vehículo lleno de humo.
Ver al viejo era verlo con un habano siempre prendido, entre los dedos
de una de sus manos o descansando en un cenicero cercano a él. Era de quedarse dormido con tabaco en
mano. Ya en el exilio, con una economía de
apretarse los cinturones, el viejo solía comprarse unos mazos que se vendían en
cualquier cafetería de Miami al precio envidiable de .49 centavos. Dejó el vicio un buen día de la década de los
70. El viejo dejó el vicio, ese y el de
tomar. El viejo también era de darse sus
buenos palos. Digno de admiración como
dejó esos vicios sin programa de dejar el hábito ni nada por el estilo. Sospecho que se los entrego a su San Judas Tadeo, y pa’rriba el lío.
De joven no me dio por fumar. A mí me dio por eso de viejo. Bueno a ver, de fiñe no me dio por el tabaco,
pero si fui un buen aficionado de la marihuana.
Ese es otro humo… Lo mío ha sido
ya de viejo, empecé a fumar tabaco a mis 40, por ahí. Empecé coincidiendo con un verdadero
renacimiento de la costumbre en los Estados Unidos. Renacimiento que más o menos se ha mantenido
desde entonces. El hábito de fumar
tabaco es algo que disfruto muchísimo.
Para mí se ha vuelto todo un ritual.
Conexión total con la naturaleza.
Y por supuesto, con mis raíces.
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