Ahora me resulta extraño, casi incomprensible, poderme explicar cómo a pesar de que la realidad trataba cada día de agredirnos, aquél fue, para muchos de nosotros, un período vivido en una especie de pompa de jabón, en el cual nos conservábamos (en realidad nos conservaron) prácticamente ajenos a ciertos ardores que se vivían a nuestro alrededor, incluso en el ámbito más cercano. Creo que una de las razones que alimentaron mi credulidad (debería decir nuestra credulidad) fue que a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta, cuando hice el preuniversitario y la carrera, yo era un romántico convencido que cortó caña hasta el desfallecimiento en la interminable zafra de 1970, se partió la cintura sembrando café Caturra, recibió demoledores entrenamientos militares para defender mejor a la patria y asistió jubiloso a desfiles y concentraciones políticas, siempre convencido, siempre armado con aquel compacto entusiasmo militante y aquella fe invencible, que nos imbuía a casi todos, en la realización de casi todos los actos de nuestras vidas y, muy especialmente, en la paciente aunque segura espera del luminoso futuro mejor en el que la isla florecería, material y espiritualmente, como un vergel.
Creo que en esos años nosotros debimos de haber sido, en todo el mundo occidental civilizado y estudiantil, los únicos miembros de nuestra generación que, por ejemplo, jamás se pusieron entre los labios un cigarro de marihuana y los que, a pesar del calor que nos corría por las venas, más tardíamente nos liberamos de atavismos sexuales, encabezado por el jodido tabú de la virginidad (nada más cercano a la moral comunista que los preceptos católicos); en el Caribe hispano fuimos los únicos sin saber que estaba naciendo la música salsa o de que los Beatles (Rollings y Mamas too) eran símbolo de la rebeldía y no de la cultura imperialista, como tantas veces nos dijeron; y además, como cabía esperar, entre otras manquedades y desinformaciones, habíamos sido, en su momento, los menos enterados de las proporciones de la herida física y filosófica que habían producido en Praga unos tanques algo más que amenazadores, de la matanza de estudiantes en una plaza mexicana llamada Tlatelolco, de la devastación humana e histórica provocada por la Revolución Cultural del amado camarada Mao, y del nacimiento, para gentes de nuestra edad, de otro tipo de sueño, alumbrado en las calles de París y en los conciertos de rock en California.
2 comentarios:
"el nacimiento de otro tipo de sueno..." que hermoso y que triste
Si Elsie, hermoso, triste. Me estoy leyendo el libro de Padura estos días. El hombre que amaba a los perros, lo sugiero.
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