Escribir en Cuba bajo el régimen dictatorial es un pasaje directo a la prisión. Todo aquél que escriba es sospechoso, aunque todo aquél que no escriba también lo es. Pero yo estaba decidido a pasar por el calvario de las detenciones con tal de asegurar que mi vida no sería una pérdida que me conduciría, tarde o temprano, al suicidio.
En mi caso las raíces venían de muy lejos porque la rebeldía no nace espontáneamente. Mis padres comenzaron a comprender que los quebraderos de cabeza que mi conducta les acarraba tenían su origen muchos años atrás –un origen bastante insospechado para que tuviera consecuencias en una isla del Caribe- y nadie hubiera podido, en aquel entonces, relacionar con tan larga cadena de causas y efectos que culminaría con los problemas de inadaptación que yo presenté. Yo poseía una ilimitada capacidad para estar siempre ausente del mundo. Mi padre decía: “demasiada música y demasiada imaginación”, y algunas veces sometía su análisis a mi madre que asentía sin chistar.
Quizás el primer eslabón de mis desgracias (sumado a muchos otros) –y por cierto, también de las de Johnny, Lourdes y Raúl- comenzó cuando un joven inglés matriculó en el Instituto de Arte de Liverpool y, deslumbrado por la estela de Elvis Presley, decide formar un grupo musical, The Quarrymen, en 1954. Ese joven inquieto fue noticia constante en el mundo durante una década y firmó en el rostro de la posteridad. A John Lennon después se le sumaron tres músicos más para crear lo que todos sabemos. Y un disco de ellos entró en mi casa con su apariencia inofensiva: “Please, please me”. Cuando mi padre me vio bailar solo al compás de esa “desenfrenada” música –según la catalogaba- propietaria de un timbre inusual y hasta el momento desconocido, se molestó por la irreverencia –irreverencia que mi padre usó en su época para su propia liberación (con otra música, claro está) y que ahora veía mal porque contribuía a la liberación de los demás, específicamente de la mía- y no supo valorar el peligro en su verdadera dimensión.
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